Aunque hubiera podido, jamás utilicé el sobrepeso como excusa para no hacer deporte o actividades físicas, era un gordito agilito, veloz y muy redondo, casi un arma mortal en los recreos. También tenía mucha chispa, me convertí en comediante. Desarrollé la ironía y la autocrítica a temprana edad. Me reía de mí mismo y logré ser un gran observador del defecto ajeno. Era el numero uno poniendo apodos. Encontraba fallos en todo el mundo. En todos menos en Eva Zela, que era la niña perfecta.
Eva no tenía tetas, pero tampoco le hacían falta. Tenía algo mucho más sutil: tenía, para mi gusto, la mejor risa del programa vacacional. Recuerdo que se reía en etapas, primero le subían los colores a la cara, un rojo bajito, luego se le formaban hoyitos en los cachetes y después le explotaba la boca de alegría.
Yo no podía sostener la vista cuando ella se reía en grupo de tres o cuatro, con sus amigas. Además, tenía la virtud de reírse poco, y nunca porque sí; no regalaba esa magia a cualquiera. Yo hacia reír a todo el mundo, menos a ella, yo no la podía hacer reír, no la podía hacer reír porque venía mal acostumbrado desde casa. En casa, en el cole y en el barrio divertía a todos con cualquier locura de chibolo gordo. Provocar la risa ajena era tan sencillo para mí, como untar un pan con mantequilla.
La infancia en general es fácil para el comediante; la familia son críticos muy parciales y cualquier idiotez es bien recibida. Yo era el melcochita en el hogar, y también en la escuela. Pero entonces empecé el programa vacacional y todo cambió. Apareció Eva Zela, me topé con el amor despiadado, con las mariposas en el estómago, Me topé con la dificultad de su risa.
A Eva, mis payasadas no le hacían ninguna gracia. Ella era mayor que yo por 4 años, por más que me esforzaba para arrancarle una sonrisa, la recompensa nunca llegaba. Yo podía ponerme bizco en su presencia, imitar sonidos de animales, hacer movimientos de los bailes de moda, como el muévelo muévelo del general y ella nada, ni una sola mueca.
Con cualquiera de mis rutinas lograba desmayar de risa a mis compañeros, pero Eva era inmune, se mantenía tranquila y lejana. La señorita Carmen que era la tutora del grupo tampoco se reía de mis idioteces, pero yo no estaba enamorado de la señorita Carmen y me importaban dos chancays de 20 centavos su indiferencia. Solamente me importaba Eva.
Habían pasado unos 20 días del programa vacacional, y cambiaron de equipos, Eva y yo, coincidimos en el mismo equipo, por segunda vez, el equipo “naranja”, estos equipos formados casi convivían juntos hacían dinámicas juntos, jugaban juntos, practicaban deportes juntos, comían juntos etc. Entonces dije es mi oportunidad de acercarme mas a ella, los primeros días en el equipo naranja fueron los mejores de mi vida. Eva, sin los otros compañeros, solamente se acercaba a mí para conversar. Fueron semanas intensas, en las que a veces lograba sacarle una media sonrisa con palabras, con frases muy esforzadas. Eran muecas brevísimas y enseguida ella volvía a ponerse seria. De todos modos, esas milésimas de segundo con dientes blancos funcionaban en mí como un rayo de luz. Entendí, por primera vez, que debía trabajar mejor los argumentos. Entendí también que lo mío no era el humor gestual. Supe que, para hacer reír a Eva, había que esforzarse.
El único esfuerzo que estaba dispuesto a hacer en la vida. Era hacerla reír. Si me hubiera enamorado de otra, de la Carolina Vélez por ejemplo,que todo me festejaba hubiera sido todo más fácil.
También ayudó que desde los siete años tuve tetas. Porque esa es la otra parte del cuento: cuando cambiamos de grupo, los chicos nuevos descubrieron algo que los antiguos no habían sabido ver.
—Tienes suerte, Gordo, puedes tocar una teta cuando quieras —me dijo Alfredo un día, y los demás se rieron.
(Alfredo Zavala fue el Augusto ferrando de mis tetas. El que las descubrió, el que dio la voz de alerta.)
Igual que los reos de sarita colonia, mis nuevos compañeros, los que más tarde iban a ser mis amigos, se desesperaban por ver una teta, por tocarla, por acariciarla.
Y yo estaba ahí, en el banco de las posibilidades de todos. Disponible, amistoso, unisex. Entonces supe que lo mío sería la risa afilada o sería el escarnio y el abuso. No había opciones. Tenía que ser gracioso, punzante, pendejo, certero, o tenía que dejarme manosear en los baños hasta el final del programa vacacional.
La decisión era trascendente, porque de ninguno de los dos caminos se puede regresar jamás. Por eso la vez que Gonzalo Díaz me hizo una propuesta de canje fue, posiblemente, el momento más importante de mi infancia. No lo supe entonces: lo sé ahora.
—Si me dejas que te toque una teta —me dijo—, te doy este sánguche.
No era una amenaza, y eso hablaba bien de Gonzalo. Tampoco era un ofrecimiento menor, y eso hablaba bien de mí. No me proponía un puñete ni un chicle. Me ofrecía un sánguche enorme a las diez de la mañana. De algún modo confuso, la propuesta me halagó.
Mis tetas, aunque deformes, valían un sánguche precioso, un ejemplar único: el sol de la mañana hacía brillar el Pan, y por los bordes se escapaban filetes de jamón mucho más grandes que el mismo pan.
—Tiene una sola mordida —dijo Gonzalo.
—Te la toco por arriba del polo —dijo.
Eva pasaba por la escena en ese momento; caminaba sola, como siempre, concentrada en sus cosas, un poco como flotando. Así la veía yo. Quizás escuchó la propuesta indecente que me hacía Gonzalo. Y quizás por eso se detuvo y fingía sentarse o atarse los pasadores, para escuchar mejor.
—Cuento hasta tres y te la suelto —insistió Gonzalo.
Desarrollar la comicidad es importante cuando tienes tetas, y también cuando estás enamorado. El humor no es una elección, ni siquiera es una llamada, ni una señal; tampoco un talento. Cuando tienes tetas, el humor es sobrevivir.
—Si me traes Masmellows —le dije— me puedes agarrar el pincho.
No fue un gran chiste, es cierto, pero a esa edad la palabra Marmellows funciona; no sé bien por qué. Gonzalo sonrió y se olvidó del canje. Sonrió y me convidó la mitad del sánguche sin pedirme nada a cambio.
Pero eso no es lo más importante de este recuerdo. También pasó algo que yo no esperaba. Cuando dije Masmellows y dije pincho, en esa voz infantil tan básica, Eva bajó la vista, se puso colorada de vergüenza y después rió, con la boca enorme, iluminando el patio.
Fue la primera vez que la hice reír a carcajadas.
Si no hubiera ocurrido aquello, posiblemente hoy sería un Blogero serio. O un travesti serio. Si no decía lo correcto, si no sacaba un chiste de alguna parte, a los dos minutos alguien me estaría manoseando en un baño y ahora, ante ustedes, tendría que estar contando esa humillación. Tuve suerte. O quizás hayan sido reflejos. No tengo idea. Pero si en todo lo que escribo, no puedo dejar de meter un chiste estúpido, es porque durante tres meses quise hacer reír a Eva.
Después me fui a jugar con Gonzalo y con mi medio sánguche gratis, pero seguí mirando a Eva un rato, un rato largo. A veces la recuerdo, y ya pasaron más de treinta años. Escribir esta historia es volver a recordar su risa, no sé nada de ella, cuando terminaron las vacaciones útiles no la volví a ver en mi vida. Pero sé que ella sigue ahí tratando de atarse los pasadores, roja de vergüenza. Y para mi suerte, no para de reírse……..